Madrid me mata y me da vida. Me da y me quita casi a partes
iguales.
Cuánto contenido, controlado y comedido. Cuánto compartido y
confesado. Cuánto… ¿y cuánto queda? Efímeros rayos de sol, leve brisa fresca
que entra por la ventana, rayas paralelas y una cabeza contra la almohada que
se duerme de agotamiento puro. Y exprimirte y confesarte hasta el final.
Hasta que parece que todo se olvida. Que nada fue lo
contenido, controlado y comedido. O que fue tan poco que solamente necesitó de
dos soplidos para sentirse libre e innecesariamente necesitado de más.
Es cuestión de disfrutar sin pensar en el mañana. Del carpe
diem. De que nada es imposible y que no hay tiempo perdido. De dejarse llevar.
De que una ciudad te envuelva y te devuelva a la vida que te
gustaría tener aunque sepas que tiene fecha de caducidad. De aprovechar eso,
ese pequeño regalo, esas oportunidades de ser tú mismo. Sin censuras, sin
miramientos, sin miedos. Sin psicología inversa. Sin complicación.
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